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La importancia del refugio espiritual

Qué tangible es la línea que marca la presencia o la ausencia de un refugio ante la adversidad y qué diferencias hace en esos momentos. Aunque lo más lógico sería extender la aplicación de ese refugio a lo largo y ancho de la vida, no solo a aquellos momentos en los que el oleaje pega fuerte. Al fin y al cabo, la vida es una ola detrás de la otra, que no da tregua ni aviso. 

Me imagino y vivo ese refugio como una alegoría a los refugios de montaña, como una suerte de “posta psicológica” en la cual hacer una parada para poder continuar por el sendero de la vida. Esas postas otorgarán a algunos la posibilidad de mantener su salud psíquica y física a la vez que disfrutan mientras avanzan por ese camino (y tropiezan con sus piedras). Algunos pocos afortunados incluso alcanzan al final de ese sendero la montaña mágica de la iluminación, y trascienden los sufrimientos inherentes a la vida. No es que sin esas paradas no pueda concluirse el camino, pero sí es verdad que la andanza ininterrumpida suele ser a costa de nuestra propia salud (si habrá testimonios vivos caminando a nuestra par). 

Y qué importante hacer del refugio un lugar donde aprender a habitar(se), para permitirnos simplemente ser y poner pausa al desgaste continuo que demanda el andar. Qué importante la necesidad de la pausa en el quehacer cotidiano para dar lugar a la contemplación del ser.

El problema, muchas veces, es que también podemos caer en el refugio como “escondite”. Entender esa sutil diferencia nos permite dar un salto exponencial hacia el presente -y consecuentemente hacia el futuro-. 

Así es que caí en la cuenta que tomar al refugio como escondite solo fortalece nuestros miedos y entierra más nuestro sentir, velando nuestra capacidad para ver las cosas tal cual son. Al ocultarse, todo se oscurece. Y llega un momento en que la oscuridad de aquello que creemos “refugio” permea nuestra vida en todas sus aristas, como una suerte de manto tan denso que no solo no nos permite ver el camino, sino tampoco sentirlo, olerlo, palparlo, oírlo… Una y otra vez acudimos a ese “refugio”, hasta que en un momento deja de ser refugio para transformarse en nuestro hogar (léase refugio como escondite). Aprendemos a habitarlo y a que nos habite. Lo normalizamos. A tal punto que vivimos “refugiados de nuestro sentir”: nos forjamos una armadura tan dura para cubrir a nuestros cuerpos-corazones, y nos adaptamos a esa falta de flexibilidad y suavidad de manera tal, que nos olvidamos que existen otras formas de armaduras más amigables con el alma.

Rígidamente blindados, el cuerpo y la mente crujen a cada paso, pero este refugio que inconscientemente construimos para protegernos no nos permite escuchar los quejidos. Así caminamos. Y sin percatarnos, no sólo nos desconectamos de nuestro sentir, sino que consecuentemente nos separamos los unos de los otros. Le ponemos un filtro a nuestra capacidad para sentir empatía o compasión sin darnos cuenta que al hacerlo limitamos nuestra facultad de conectar en general.  

¿Por qué no nos permitimos sentir? ¿A qué le tenemos miedo? ¿Por qué nos cuesta tanto verlo? ¿Por qué nos cuesta tanto ver la importancia pletórica de estar conectados?

Y es que somos hijos de una sociedad en la que los sistemas de valor premian la separación y diferenciación, y en la que los mensajes que nos transmiten favorecen la desconexión. Nos criamos en un mundo en el que sentir es signo de vulnerabilidad e ineptitud. En el que el éxito se premia y se mide sólo individualmente. En el que lo auténtico se pierde, para darle lugar a lo masivo. 

¿Cómo no vamos a apelar a estos refugios-escondites entonces? ¿Cómo no vamos a querer protegernos del dolor que ocasiona a nuestras almas esta desconexión, de nosotros mismos, de los otros, y por ende del mundo mismo?

Pero existen otras formas. Formas más amables, más amorosas y conscientes. Y en vez de no sentir, experimentamos el dolor y la felicidad hasta el último detalle, para darnos cuenta de que en verdad estamos vivos. Existen refugios donde aprendemos lo que significa el amor incondicional y la compasión, y aprendemos a amar a todos los seres, no solo a los que nos enseñan a amar. Existen refugios donde es posible encontrar la paz en la inestabilidad de la vida. Donde tenemos la oportunidad de aprender a ver la impermanencia como el orden natural de las cosas.

Lo importante no es solo encontrar este tipo de refugios sino más bien saber construirlos. Me resulta pesaroso pensar que las herramientas para construir estos refugios se encuentran al alcance de la mano y que, sin embargo, no nos enseñan dónde conseguirlas. Me deja una sensación de vacío, saber que siendo tan “simples” (en términos técnicos) las describen tan complejas (más bien ni se las describe). 

Afortunadamente, cuando descubrimos que erigir éstos monumentos al presente es en verdad accesible para cualquier mortal (aunque quizás no particularmente sencillo), rápidamente aprehendemos la protección que nos brindan. Y es así que cada uno diseña su propio refugio. Porque no existe un refugio universal, hay tantos refugios como personas.  La meditación en todas sus formas, los movimientos o respiraciones conscientes, las prácticas de autocompasión, el contacto terapéutico sutil, y tantas otras, con sus múltiples combinaciones posibles…Aunque no me identifique particularmente con ninguna religión, en muchas ocasiones, debo decir que la puerta a través de la cual muchas personas ingresan a éstos refugios suele ser a través de la religión. Y ésa es también una opción válida.

Lo grandioso de éstos refugios, si realmente logramos incorporar su esencia a nuestras vidas, es que con el correr del tiempo nos terminamos dando cuenta que sus límites imaginarios se empiezan a desdibujar y comienzan a expandirse. Así el camino empieza a verse ocupado por parte de éstos refugios y dejamos de necesitar “salir del camino para ir al refugio”: comenzamos a darnos cuenta que el camino y el refugio pueden muchas veces ser incluso lo mismo. Así el refugio y el camino se entrecruzan y fusionan en la misma pista de baile, y aprendemos a bailar una auténtica danza revitalizadora a cada paso.

Gracias a Santiago Brandani (mi compañero de vida y apasionado de la fotografía), por prestarme la foto de la portada de ésta nota.

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